Resumen: Capítulo XI – Sócrates (Russell, Historia de la Filosofía Occidental)

Russell comienza señalando la dificultad de abordar históricamente la figura de Sócrates, ya que no está claro si realmente sabemos mucho o muy poco sobre él. Es indiscutible que Sócrates fue un ciudadano ateniense de escasos recursos, conocido por debatir y enseñar filosofía a los jóvenes sin cobrar, a diferencia de los sofistas. También es seguro que fue juzgado, condenado y ejecutado en 399 a.C., y que era una figura pública en Atenas, como lo demuestra su aparición en la comedia Las nubes de Aristófanes.
Sin embargo, más allá de estos hechos, la vida y pensamiento de Sócrates están rodeados de controversia, principalmente porque las fuentes más importantes sobre él —sus discípulos Jenofonte y Platón— ofrecen retratos muy distintos. Incluso cuando coinciden, algunos estudiosos, como Burnet, creen que Jenofonte simplemente copia a Platón. Cuando difieren, los intérpretes se dividen entre creerle a uno, al otro, o a ninguno.
Sócrates de Jenofonte
Russell expone primero la visión de Jenofonte, quien era militar y de mentalidad convencional. Jenofonte defiende a Sócrates de las acusaciones de impiedad y corrupción de la juventud, presentándolo como un hombre piadoso y de influencia positiva, con ideas moderadas y sensatas. Sin embargo, Russell y otros críticos consideran que esta defensa es poco convincente, ya que no explica la fuerte hostilidad que Sócrates despertó en Atenas. Como señala Burnet, si Sócrates hubiera sido tal como lo describe Jenofonte, nunca habría sido condenado a muerte.
Russell advierte que no se puede confiar plenamente en el testimonio de Jenofonte sobre cuestiones filosóficas profundas, ya que su comprensión era limitada y tendía a simplificar o malinterpretar las ideas de Sócrates. Prefiere, incluso, el testimonio de un enemigo inteligente antes que el de un amigo ignorante.
En conclusión, la figura de Sócrates es compleja y difícil de reconstruir con certeza, debido a la naturaleza y fiabilidad de las fuentes disponibles.
Russell señala que, a pesar de las limitaciones de Jenofonte, algunas de sus anécdotas sobre Sócrates resultan convincentes y revelan aspectos importantes de su método. Tanto Jenofonte como Platón coinciden en que Sócrates se preocupaba por la competencia y la idoneidad de las personas en los cargos públicos.
Sócrates solía emplear preguntas sencillas para llevar a sus interlocutores a reflexionar sobre la importancia de la especialización y el conocimiento: preguntaba, por ejemplo, a quién acudir para remendar zapatos, construir muebles o forjar herramientas, y finalmente planteaba la cuestión de quién debía gobernar el Estado.
Este tipo de preguntas, aparentemente ingenuas, ponían en evidencia la falta de preparación de muchos aspirantes a cargos públicos y criticaban la costumbre ateniense de elegir incluso a los generales por sorteo. Sócrates insistía en que, así como se requiere habilidad para oficios técnicos, también se necesita conocimiento y virtud para gobernar.
Russell menciona un episodio en el que Critias, líder de los Treinta Tiranos y antiguo discípulo de Sócrates, le prohibió seguir instruyendo a los jóvenes, burlándose de su insistencia en los ejemplos de zapateros y artesanos. Sin embargo, Sócrates continuó animando a los jóvenes a formarse en distintas áreas, como la estrategia militar o las finanzas, mostrando su interés por la educación integral y la mejora de la sociedad.
Finalmente, Russell observa con ironía que, en vez de atender las críticas constructivas de Sócrates, la sociedad ateniense prefirió silenciarlo con la cicuta antes que corregir los males que él señalaba.
Russell explica que la dificultad con el relato de Platón sobre Sócrates es diferente a la de Jenofonte. En este caso, el problema es discernir hasta qué punto Platón retrata al Sócrates histórico y hasta dónde utiliza su figura como portavoz de sus propias ideas filosóficas. Platón, además de filósofo, es un escritor brillante y creativo, lo que hace que sus diálogos sean literariamente atractivos pero históricamente dudosos. Aunque los primeros diálogos presentan conversaciones naturales y personajes convincentes, la calidad literaria de Platón genera sospechas sobre su fidelidad histórica.
El diálogo considerado más histórico es la Apología, que pretende ser el discurso de defensa de Sócrates en su juicio. Aunque no es una transcripción literal, Platón estuvo presente en el proceso y el texto refleja, en términos generales, lo que Sócrates dijo y cómo se comportó. Esto permite obtener un retrato bastante fiel de su carácter.
Los hechos principales del juicio de Sócrates son claros: fue acusado de investigar asuntos terrenales y sobrenaturales, de hacer parecer lo malo como bueno y de enseñar estas ideas a otros. Sin embargo, la verdadera razón de la hostilidad hacia Sócrates probablemente era política, ya que muchos de sus discípulos pertenecían al partido aristocrático y algunos habían tenido un papel negativo en la vida pública. Debido a la amnistía, este motivo no podía mencionarse abiertamente.
Sócrates fue declarado culpable por mayoría. Según la ley ateniense, podía proponer una pena alternativa a la muerte, pero Sócrates sugirió una multa muy baja, lo que indignó al tribunal y llevó a que la condena a muerte fuera aún más contundente. Russell señala que Sócrates, al no hacer concesiones, mostró que no estaba dispuesto a admitir culpa alguna.
Los acusadores principales fueron Ánito (político demócrata), Meleto (poeta trágico) y Likón (retórico). Lo acusaron de no adorar a los dioses del Estado, de introducir nuevas divinidades y de corromper a la juventud con sus enseñanzas.
Russell concluye que, dejando de lado la cuestión insoluble de cuánto hay de Sócrates y cuánto de Platón en los diálogos, lo importante es analizar cómo Platón hace responder a Sócrates frente a las acusaciones.
Russell describe cómo, en la Apología de Platón, Sócrates inicia su defensa señalando la elocuencia de sus acusadores y negando poseer ese tipo de habilidad retórica. Afirma que su única elocuencia es la verdad y pide a los jueces que no se molesten si habla de manera sencilla y directa, ya que nunca antes había comparecido ante un tribunal y no está acostumbrado al lenguaje jurídico.
Sócrates distingue entre los acusadores formales y un grupo más peligroso de “acusadores irregulares”, es decir, la opinión pública que, desde hace años, lo ha presentado como un sabio que especula sobre el cielo y la tierra y que hace parecer lo malo como bueno. Esta antigua mala fama, alimentada por figuras como Aristófanes, es más difícil de combatir que las acusaciones legales. Sócrates responde que no es un científico ni un maestro profesional, y que nunca ha cobrado por enseñar, diferenciándose así de los sofistas.
Para explicar su reputación de sabio, Sócrates relata la historia del oráculo de Delfos, que afirmó que no había nadie más sabio que él. Sócrates, sorprendido, intentó refutar al oráculo buscando a personas consideradas sabias: políticos, poetas y artesanos. Descubrió que los políticos no eran realmente sabios, que los poetas escribían por inspiración más que por conocimiento, y que los artesanos, aunque expertos en su oficio, creían saber más de lo que realmente sabían. Así, Sócrates concluyó que su sabiduría consistía en reconocer su propia ignorancia.
Este proceso de examinar y desenmascarar a los supuestos sabios le granjeó muchos enemigos, especialmente entre los jóvenes ricos que lo seguían y repetían su método, aumentando así la hostilidad hacia él. Sócrates considera que su misión es cumplir con el mandato del oráculo, aunque esto le haya costado la pobreza y la enemistad de muchos.
Russell continúa resumiendo la Apología de Platón, donde Sócrates, tras responder a las acusaciones generales, interroga a su acusador Meleto. Sócrates le pregunta quién educa mejor a los jóvenes, y Meleto, llevado por la argumentación socrática, termina afirmando que todos los atenienses, excepto Sócrates, lo hacen bien, lo que Sócrates ironiza como una gran suerte para la ciudad. Sócrates argumenta que nadie corrompe intencionadamente a sus conciudadanos, pues sería perjudicial para sí mismo, y que, si ha cometido algún error, Meleto debería instruirlo, no perseguirlo.
Sobre la acusación de impiedad, Meleto sostiene que Sócrates es ateo y enseña ideas como que el Sol es una piedra y la Luna tierra, confundiendo a Sócrates con Anaxágoras. Sócrates señala la contradicción en las acusaciones: no puede ser ateo y, al mismo tiempo, introducir nuevos dioses. Defiende que su misión filosófica es un mandato divino, y que sería tan vergonzoso abandonarla como desobedecer una orden militar en la guerra.
Sócrates afirma que el temor a la muerte no es sabiduría, pues nadie sabe si la muerte es un mal. Si se le pidiera dejar de filosofar para salvar su vida, respondería que obedecerá antes a Dios que a los hombres, y que nunca dejará de practicar y enseñar filosofía. Advierte a los jueces que, si lo matan, se harán más daño a sí mismos que a él, pues el verdadero mal es la injusticia, no la muerte.
Sócrates se describe como un “tábano” enviado por Dios para despertar a la ciudad de su letargo moral. Explica que su “daimonion” o voz interior le impide actuar en política, pues en ese ámbito ningún hombre honesto puede sobrevivir mucho tiempo. Da ejemplos de su integridad tanto bajo la democracia como bajo los Treinta Tiranos.
Sócrates señala que ninguno de sus discípulos ni sus familiares han testificado en su contra, lo que refuerza su inocencia. Rechaza la costumbre de apelar a la compasión del tribunal mostrando a su familia, pues considera que debe convencer a los jueces con argumentos, no con súplicas.
Tras el veredicto y la negativa del tribunal a aceptar la multa propuesta, Sócrates pronuncia un último discurso profético: advierte a sus jueces que, al matarlo, no evitarán la crítica a sus malas acciones, y que la mejor manera de evitar la censura no es eliminar a los críticos, sino mejorar ellos mismos.