Para nadie es sorpresa el bum mediático de la inteligencia artificial, con todas las promesas, expectativas y exigencias que evidencian no tanto los avances abismales tecnológicos y su “democratización”, sino la codicia deshumanizadora de ciertos sectores para producir de manera casi ilimitada con el mínimo esfuerzo y la máxima ganancia.
Estoy lejos de ser un detractor de la inteligencia artificial, y específicamente, de los procesadores de texto; de hecho, utilizo estas herramientas diariamente, pues al dedicarme prácticamente a la escritura, me es necesario encontrar alternativas que me permitan eficientar procesos y mejorar mis tiempos de entrega (también, a disminuir el dolor del túnel carpiano, en su momento llamado cariñosamente “el mal de la secretaria”, que padecemos quienes tecleamos desmesuradamente).
Como “cliente frecuente” de la IA, conozco sus genialidades y sus bondades, pero también sus límites y desaciertos. Ya no me es extraño ver, mientras navego, diversas notas “periodísticas” redactadas con esta herramienta, así también videos completos en YouTube, reels, comentarios de opinión y contenidos impensables que fueron elaborados por Chat GPT, ElevenLabs, Sora, Gemini, alguna extensión de Canva, Capcut o Photoshop, y demás herramientas que fundamentalmente hacen y saben a lo mismo.
Llamó mi atención, sin embargo, un prompt en partícular: ¿cómo humanizar los resultados de la IA? En concreto, cómo hacer que los textos que genera esta automatización se perciban “más humanos”. Esta pseudopregunta, al no ser pregunta, consecuentemente, carece de respuesta: su mera formulación es un error lógico.

Alguna vez, Borges pensó en el lenguaje; su perspectiva, acaso demasiado erudita o excesivamente romántica, le impidió reflexionar sobre el lenguaje de las máquinas. En El lenguaje analítico de John Wilkins, el escritor defiende, quizá sin querer, las contradicciones semánticas y gramaticales que los seres humanos tenemos al hacer uso de nuestra lengua. Las formas involuntarias, imprecisas, vulgares, mentirosas, indecibles; perfectas, académicas, elocuentes o sublimes son, justamente, la chispa humana que ha encendido años de tradición lingüística.
El lenguaje universal, que destruyó un Dios al derribar la Torre de Babel, es similar al que nos arroja la IA en cualquiera de sus plataformas: un reflejo basado en datos, sí, pero inexperto; un no-texto unificado y replicado al infinito enuncia con certeza, pero con inutilidad. Aunque esas estructuras sintácticas de la IA sean similares a lo que habría de articular cualquier ser humano, nada dicen. Un instinto de los hablantes alerta la farsa, como los perros presienten la hostilidad o las aves anticipan la tormenta. Aunque animales, su experiencia los conmueve.
Leí, y sigo reflexionando gracias a la Historia Mínima del Español en México del Doctor Luis Fernando Lara, acerca de los procesos sociales, históricos y fisiológicos del español mexicano. Una búsqueda eterna, complejísima, que ha desencadenado en la lengua bajo la cual hoy escribo estas imprecisas reflexiones. A raíz de mi ignorancia e incapacidad de comprender El Lenguaje es que puedo soñar con entenderlo.
Las líneas explicando mis motivos serían inútiles, las conjeturas a las que llegue, falsas, inciertas. La IA tendría la respuesta. Yo no. La duda, precisamente, me hizo narrar esto.
