Veo las luces en la fiesta patronal de mi colonia. Son colores neón: verdes, fiushas, azules. Son feas porque son antagónicos al interés ordinario; no son beige, nude o salmón. Aún así, iluminan figuras barrocas, digamos, absurdas: un Minion-Homero, una Thinker Bell transigente, un Bob Esponja estrafalario. Pienso en estas imágenes, que son posibles solo aquí. No me refiero a mi colonia ni a mi país ni siquiera a una clase social; hablo de ese acuerdo tácito y comunitario de quienes perciben estas construcciones como posibles o normales, como nuestras.
En los primeros barrios de la ciudad habitaba la clase popular. En las vecindades vivían obreros, alfareros, carpinteros, rotulistas, panaderos, artesanos. Algunas casas, las más lejanas, aún eran de adobe. En las calles, sobre la laja, había avioncitos donde los niños pasaban brincando. La vida allí se debía, precisamente, al cohabitar entre vecinos, a una especie de complicidad donde cada uno hacía lo que sabía y lo que gustaba y lo compartía con el otro. Era una comunidad que se bastaba a sí misma, y eso se reflejaba en su forma de transitar por el mundo.

Como en toda confección de ciudad, el mercado estaba cerca de la iglesia. Cuando era niño, mis abuelos me llevaban a misa. Me compraban un merengue para presenciar la homilía; al salir, era usual pasar por el recaudo. Así conocí las cemitas. Todavía voy a comerlas ahí. Al caminar por los pasillos, las marchantas me regalaban fruta “por ser güerito”. De vuelta a casa, miraba los rótulos en los cristales y en las paredes, también escuchaba con miedo el silbido del camotero, que se iba alejando. Mi abuela me calmaba con su mano sobre mi cabeza. En el cielo miraba el papel picado, ya descolorido, amarrado de un cordón a las columnas de la iglesia. A veces mi abuelo se compraba una paleta de limón con el paletero, que llevaba sus campanitas en el manubrio.
Son muchas cosas las que desaparecieron. Ya no están hoy algunas vecindades, las que restan son solo ruinas, piedras de donde brota la yerba. Edificios enteros se convirtieron en Airbnb, con esa arquitectura clean look que impera en todos estos lugares de hospedaje, acá y en el mundo, un intento de armonizar, unificar y consolidar una estética de lo único. En la acera donde vendían merengues hoy hay cajones de parquímetro. El local del peletero es, sobre todo, un bazar de antigüedades antes que taller de oficio (pocas personas reparan, y las pieles, desplazadas por el vinil, son caras). En las paredes hay murales con rostros de ancianos indígenas, hechos para embellecer la zona y revalorizar a as comunidades, las mismas que segregaron. Una cafetería de especialidad atrae a los turistas. Yo también soy otro, ese gran extraño, un turista que desconoce ese territorio.

Este sitio ya no se habita; se exhibe para su consumo. Los rituales que hacían posible la vida dejaron de existir. Ritual significa religioso, la religión se mantiene a través del respeto hacia las creencias. Solo se cree en algo inacabado, lejano a lo cognoscible. El consumo imposibilita creer: vivir para consumir omite la fe, las creencias y lo divino. Consumir es tener certeza. Consumir significa terminar algo. No se trata de una vida que se baste a sí misma, sino de una estética para el objeto, inacabada, canibalizante, cuya necesidad de complacencia la orilla a querer devorarlo todo, incluso a sí misma. No romantizo el dolor y la precariedad que padecieron en este lugar, tampoco demerito las nuevas estrategias económicas que desplazan, aún más, a sus residentes.

Cuando acabe la feria de mi colonia no sé si volverá. Por eso, creo, contemplo las luces, como esperando a que jamás se apaguen, y como si ese ruido que escupen las bocinas saturadas, escandaloso e invasivo, me generara la necesidad de ser parte de esa fiesta en donde —yo sé que será así— mi abuelo aún me espera al concluir la última palabra del evangelio.
